
A mis pies la próspera y vibrante ciudad de Pompeya albergaba miles de vidas. Gentes romanas, etruscas, griegas, sirias, creyentes en muchos dioses o en uno solo, gentes libres y esclavas moraban en sus casas, villas y palacetes, se arremolinaban en sus plazas, llenaban de voces y cantos sus calles. Aquellos seres me acompañaron, sembraron viñedos en mis fértiles tierras y sin poder evitarlo, con el paso del tiempo, se confiaron. Me llamaban monte y soy volcán.
Una fuerza inmensa, descomunal, se apoderaba de mí y sabía que una vez más sería imposible contenerla. Intenté avisarles, de veras que lo intenté, pero no supieron leer presagios en mis temblores, profundos rugidos que afloraban de mis entrañas, de mis abrasadoras venas; tampoco en mis negras nubes cuando el fin se acercaba. Quizás me contemplaron con inquietud, me nombraron en sus oraciones y recordaron el terremoto de antaño que les asoló. Se recuperaban del desastre y reconstruían con ilusión lo destruido.
Sin embargo, nadie sospechaba cuán implacable era la furia que por naturaleza me definía. A pesar de mis desoídas alertas, a pesar de las señales que les envié, a pesar de todo se quedaron. Y llegó el día en el que incluso huir era tan sólo una posibilidad de vivir entre miles de morir. Nubes ardientes, lava y toneladas de cenizas sepultaron a aquellas criaturas, anegando sus hogares, colapsando sus sueños, disolviendo sus esperanzas en la roca.
Les lloré con desconsuelo, un millón de veces prefiero la soledad a ser testigo de semejante derrota ante las leyes de nuestra madre Tierra. No os engañéis, tampoco yo soy libre ni dueño de mis decisiones. Apenas liberaba parte de la arrolladora energía que me llegaba, apenas vomitaba el magma que durante siglos bajo mis raíces se agolpaba, apenas expulsaba el tóxico gas que por las grietas se me colaba. Me rompía, crecía y me volvía a romper.
Y sí, yo también desapareceré, al igual que las cordilleras, al igual que muchos otros como yo. Tan sólo tenemos relojes distintos a los vuestros, como distinto es el latir de nuestra existencia. Hasta entonces, si aún habitáis la faz de este increíble planeta, manteneos vigilantes, siempre precavidos, cultivad si tanto lo deseáis nuestras laderas, pero huid en cuanto despertemos, huid a tiempo, cuando aún sea posible salvarse. Más no podemos hacer.
El monte que era volcán

El 24 de octubre del año 79 d.C. el Monte Vesubio entró en erupción y cuatro días después la ciudad de Pompeya había desaparecido, sepultada bajo toneladas de piedras y cenizas. Aunque los registros históricos apuntaban al mes de agosto, según estudios recientes se concluye que fue en el mes de octubre. Se estima que perecieron unas 2.000 personas, sólo en Pompeya, la mayoría asfixiadas por gases tóxicos, y muchas otras por aplastamiento al desplomarse techos y paredes bajo el peso del material volcánico.
La erupción devastó toda una región y el viento decidió el destino final de las ciudades situadas a las faldas del volcán. Las cenizas sepultaron a Pompeya, Oplontis y Estabia, mientras que la lava incandescente discurrió hacia el oeste arrasando Herculano. Nola, Sorrento y Neapolis sufrieron graves daños por los terremotos que acompañaron la erupción y también se produjo un pequeño tsunami en la bahía. Habría sido difícil acertar con la ruta de fuga.
Huir por mar tampoco era fácil, la marea estaba baja y la incesante lluvia de ceniza, piedra pómez y rocas volcánicas impedía navegar o acceder a los barcos desde tan peligrosas playas. El segundo día una enorme nube tóxica provocó incendios, explosiones y la muerte inmediata de cuantas personas inhalasen sus gases. Entre ellas Plinio el Viejo, naturalista romano, que durante una misión de rescate por mar decidió cambiar su ruta para evitar graves peligros pero encontró la axfisia en la playa de Estabia.
La nube de ceniza comenzó a disiparse al cuarto día y dejó a la vista un paisaje desolador. Casi 18 siglos estuvo Pompeya bajo tierra hasta que en 1748 fue redescubierta. Desde entonces, continuas excavaciones y las más avanzadas técnicas de hoy desvelan cómo vivieron y murieron sus gentes. En aquel momento la ciudad se recuperaba de un gran terremoto, acaecido en el año 62 d.C., que arruinó edificios públicos, monumentos y viviendas. Estaba a medio reconstruir cuando llegó la destrucción más absoluta.

La erupción más reciente
El Vesubio es uno de los 16 volcanes más peligrosos del mundo y sigue siendo una amenaza para más de 3 millones de personas que viven en sus alrededores. La última erupción se registró el 18 de marzo de 1944 y arrasó las localidades de San Sebastiano, Massa di Somma y una parte de San Giorgio Cremano. Esta vez se leyeron «presagios» y, en alerta desde el 13 de marzo, la población logró ponerse a salvo. Por fortuna se produjeron escasas explosiones, la erupción fue menos violenta que en otras ocasiones.
El volcán emitió aquel año 21 millones de metros cúbicos de lava, devorando lo que encontraba. Sus cenizas cubrieron Nápoles y destruyeron una escuadra de 88 bombarderos de la Fuerza Aérea estadounidense, que en aquel momento de la Segunda Guerra Mundial estaba destacada en el aeródromo de Pompeya. Habían despedido a los expertos que estudiaban el volcán, por su relación con el fascismo, y aquello les pasó factura. Las lenguas de lava fluyeron hasta el 29 de marzo. Después el Vesubio entró en fase de «descanso activo«.
Desde el Observatorio Vesubiano, ahora ubicado en Nápoles, se vigilan los volcanes activos de la región italiana de Campania y, para el volcán que nos ocupa, se ha registrado durante el mes de julio de 2023 actividad sísmica de baja energía (73 terremotos de magnitud máxima 2,3), sin deformaciones del suelo que se puedan atribuir a origen volcánico y continúa disminuyendo la actividad hidrotermal en el cráter. Luz verde para el Vesubio, por ahora.
