
A mis pies la próspera y vibrante ciudad de Pompeya albergaba miles de vidas. Gentes romanas, etruscas, griegas, sirias, creyentes en muchos dioses o en uno solo, gentes libres y esclavas moraban en sus casas, villas y palacetes, se arremolinaban en sus plazas, llenaban de voces y cantos sus calles. Aquellos seres me acompañaron, sembraron viñedos en mis fértiles tierras y sin poder evitarlo, con el paso del tiempo, se confiaron. Me llamaban monte y soy volcán.
Una fuerza inmensa, descomunal, se apoderaba de mí y sabía que una vez más sería imposible contenerla. Intenté avisarles, de veras que lo intenté, pero no supieron leer presagios en mis temblores, profundos rugidos que afloraban de mis entrañas, de mis abrasadoras venas; tampoco en mis negras nubes cuando el fin se acercaba. Quizás me contemplaron con inquietud, me nombraron en sus oraciones y recordaron el terremoto de antaño que les asoló. Se recuperaban del desastre y reconstruían con ilusión lo destruido.
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